Por: Carolina Abell Soffia
Periodista, Crírica y Curadora de Arte

 

 

Rafael Ruz aborda conceptualmente la agresión entre el hombre y el paisaje natural y urbano contemporizando su crítica con los desatendidos problemas ambientales que enfrenta hoy el paisaje local.

LO SUBYACENTE EN RAFAEL RUZ

El paisaje natural es dado. Es anterior a nuestra presencia. Por eso, tal vez, pensamos que debe permanecer gratuita y solitariamente sobreponiéndose a los efectos del desarrollo urbano. Evoluciones que, muchas veces, no vemos, no seguimos, porque se nos escapan y, por supuesto, se esfuman entre quiénes diseñan y hacen los pueblos y las ciudades. Es que el hombre interviene el paisaje y, de pronto, percibe que aparecen sus efectos negativos. Se acumulan intervenciones desafortunadas y despojos. A ello se suman las acciones de la naturaleza y sus depredadores. Crecidas de ríos, deshielos y tormentas; nevazones, sequías y movimientos sísmicos, etcétera, readecuan el escenario natural. Y, poco a poco, comienza a mutar el paisaje aquilatado en la memoria perceptual.

Se aniquila, a veces, cuando consideramos la involución causada por el uso y el destino de sus terrenos. Cada día el campo acorta más su distancia con la urbe. En ese acercamiento, el otrora terreno fértil, se convierte en nido de desechos. Patio trasero de materiales diversos, restos de construcciones, retorcidos autos y materias de difícil desecho comienzan así a integrarse desde bodegajes carreteros al interior del mismísimo paisaje local.

Rafael Ruz ha descubierto esta orfandad del entorno campestre y urbano en el escenario local. Él, conviviendo en mega capitales y ciudades de variadas proporciones, ha visto la fragilidad del paisaje en sus dimensiones intramuros y extramuros.

Campo, capital y pueblo conviven en el trabajo fotográfico de registro documental de Rafael Ruz. De ese modo alimenta la red de relaciones icónicas de sus pinturas y, en la reproducción verosímil, pero abstracta, se refiere a lo visto. Muestra lo real dotándolo, sin piedad, de una condición casi humana. Aborda plásticamente campos invadidos por objetos ajenos, aludiendo por medio de climas cromáticos que generan luces cálidas y frías, a la agresión humana. Su imaginario está cargado de fotos de sitios destruidos, autos arrasados por derrumbes, autobuses desmembrados, vehículos abandonados, ruinas… Su realidad no es la realidad urbana. Aquí, en el escenario local, nada se tapa. Solo es y está sin cambio. Subyace en la cotidianidad. Ese escenario tampoco es el campo que, desde su taller, observa día a día. Intramuros lo natural es fluido y floreciente. Extramuros surgen las contradicciones.

Rafael Ruz es hombre de la tierra. Sabe que esos basurales y escenarios abandonados, en pleno pueblo, colocan en tensión situaciones de vida que denotan las condiciones culturales, sociales, económicas y políticas de un país centralizado. Sin embargo, el tema lo subyuga. Recoge, sin evidenciar, diversas influencias estilísticas para dar mayor o menor fuerza expresiva, a cualquiera de los objetos industriales que retrata con esmero. No quiere ceñirse tampoco a la imagen fotográfica documental. Aquello tal cual es, queda fuera. Discurre atmósferas, entremezcla tiempos a través de luces veladas y vivas, contrapuestas. Recoge y abandona modelos, exagera nubes y contrasta climas en un mismo plano pictórico. Se deja llevar por la fuerza de un color que, más tarde, limita. Frente a tanta crudeza emerge, por contraste, una remembranza del paisaje que antaño, siendo niño, correteó. Sin embargo, sabe que la hierba con sus matices y algunos golpes de color, en este contexto puede adquirir otro significado, tal como sucede con los esqueletos de autobuses dejados a la intemperie.

Así, el paisaje desaparece y reaparece en el pequeño monte, que mira con distancia aérea, para perderse en el bordemar imaginario. Mientras, a sus espaldas, la imponente cordillera andina, nevada y también reseca, le recuerda antiguos paisajistas de mirada romántica.

Ruz redescubre así un paisaje vegetal en extinción, una tierra arrasada que, por agredida, no puede germinar. Entonces, acude al paisaje como un documentalista de guerra. Y en la noche del taller, recompone las imágenes quitándoles pertenencia y, en cambio, les entrega un fuerte dramatismo. Ruz ve la tragedia. La vive. Y, en estricto rigor, la reproduce. O, lo que es mejor, la recrea desde la misma condición de su muerte. Ahí, en esos territorios, objetos desnaturalizados y fuera de contexto, desestructuran al paisaje natural, lo agreden, lo insultan, y él recoge el diálogo en el espacio plástico donde emerge una contraposición, con variadas imágenes, que a veces adquiere protagonismo y, en otras ocasiones, se desplaza a un escenario abierto, donde se agrega una condición más perenne aún, porque en su mirada, eso es inmortal. Es un asunto que recién empieza. Entonces, bocetea. Piensa al protagonista y sus acompañantes. Compone, equilibra masas y procede a pintar, en una y otra capa, esa otra realidad que apenas toca a la gran ciudad, pero que violenta al pequeño y estiloso pueblo, a la aldea, a la parcela más pequeña y al campo abierto. Allá, en el itinerario de reconocimiento del paisaje regional, Ruz graba imágenes, fotografía cerros y llanos, captura retinianamente todo aquello que por real y verdadero pudo perdurar. Con las imágenes contenidas vuelve al soporte (madera) para limitar esa otra realidad. Escoge nuevamente, desde la fotografía, la escena más radical, porque se permite expresar un incontenible descontento frente a la vulnerabilidad de un paisaje universal, que ha sido visto solo como herramienta de supervivencia. Con un lenguaje rico en cromías y despliegues plásticos, Rafael Ruz expone el contrapunto de la invasión del paisaje con despojos industriales. Mundo natural y entorno urbano son contaminados sin excepción. Ni siquiera nos refiere al paisaje idílico, intacto ni salvaje que buscaron los artistas europeos inscritos en la pintura chilena del siglo XIX. Tampoco acude a abstracciones minimalistas, matéricas ni conceptuales de la centuria pasada.

Ruz no quiere generar ilusionismos ni apologías radicales. Tampoco pretende un expresionismo injustificado. Su problema, al margen de lo técnico, es ideológico. Usa la materia para construir sus personajes e instalarlos en un contexto natural que testimonia el paso depredador del ser humano. Por eso pintura y medios expresivos están, en estos trabajos, sometidos al sentido único y final: la idea.

En el fondo, Rafael Ruz evita la alegoría y, en cambio, plantea una crítica directa (incluyendo los planos socio-político, económico y cultural) al aún desventajoso vínculo entre región y centro. Antiguamente, pintó puentes sugiriendo la marginalidad. Luego, abordó las naturalezas muertas con objetos desusados y rotos, quebrados y destrozados. Lo inservible fue materia y forma. Hace poco, muy poco, pintó el mar. Entonces, se centró en la fuerza pictórica vital de las olas dejando emerger incipientemente un estilo menos descriptivo y más abstracto. Ahora, con sobriedad cromática, se replantea el mismo tema: la agresión como condición de vida.

En esta ocasión, por primera vez, aparece evidenciada su óptica crítica. Se debate, desde la huella pictórica, entre lo evidente y lo subterráneo. Usa como siempre, una paleta sobria, pero la carga de cierta estridencia vital. Ahora ha superado el drama imbatible de la realidad agreste para desenmascarar efusivamente lo grotesco, lo terrible, lo frenético y, de ese modo, refrenar fantasiosamente la vehemencia iracunda del imposible creador: cambiar las cosas. Entonces, desde lo oculto de sus obras, emergen el valor de lo temporal e inestable, de lo miserable y maltratado, entre otros aspectos temáticos complementarios. Así se despega definitivamente de los enfoques pasados y logra en definitiva, encontrar los inicios de un lenguaje del paisaje propio. Ése que se identifica con lo esencial y con lo profundo y, por eso, con lo más trascendente.

En su lengua visual escapa a las limitaciones de las tendencias estilísticas, porque recoge muchas. Observa el mundo clásico, el moderno y el posmoderno. Usa también herramientas digitales (videos y fotografías) buscando recomponer un resultado pictórico y composicional que, más allá de conectarlo con el mundo del realismo tradicional, le están llevando a repensar su conquistado léxico visual.

Con un sentido espíritu crítico, Rafael Ruz, también adquiere conciencia sobre una nueva costumbre expresiva personal: convivir con lo inconveniente, con lo desagradable e incómodo, aunque sabe que nunca podrá habituarse a ello. Nadie puede habitar con satisfacción paisajes de baja calidad (natural o urbana) que transmitan mensajes dañinos o desventajosos. Ruz valora la pintura y el efecto de la presencia reiterativa del paisaje recompuesto creativamente sobre el espíritu y las actuaciones humanas. Apuesta por combatir la idea, totalmente equivocada, de que la armonía y la belleza del entorno son cuestiones esteticistas superfluas, porque el requerimiento de arraigo a lo propio es afán de un valiente quehacer, aunque sea en soledad.

Aceptemos o rechacemos estas pérdidas paisajísticas, pero no las justifiquemos. Son parte de la híbrida identidad que reconoce y, al mismo tiempo abandona al paisaje chileno, lanzándolo a una relación identitaria débil y fácilmente perecedera. Una verdad que, al margen de cualquier contradicción, subyace y se expone en las pinturas de Rafael Ruz, quien nos recuerda –además– el valor cultural profundo del paisaje.

Acceso a resumen completo de la última exposición profesional de Rafael Ruz Valencia, en https://www.youtube.com/watch?v=YWlk2CIjctk&t=46s

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