Aunque nació en Nueva Imperial, a principios de junio de 1926, fue en Los Ángeles donde Osvaldo Nicolás del Carmen Salinas Arteche abrió sus ojos al mundo de las letras.
Y lo hizo como todo ser humano hacia el final de su gestación: rodeado de agua, en este caso aquella que caía copiosa e incesante del cielo, que marcó su paso a la adolescencia y que empapó su obra literaria.
“La lluvia me envolvió, y me envuelve permanentemente”, escribió en “¿Quién soy?” (Editorial Nascimento. 1977), uno de sus dos relatos autobiográficos, declarando que “la lluvia se ha metido en mi poesía, pero no como una anécdota más para ser contada, sino como un símbolo de que el mundo solo podrá purificarse con ella y que solo con ella uno se purifica”.
Tal convicción, de base cristiana, la acuñó en parte gracias a la formación inicial recibida de su tío sacerdote, Gonzalo Arteche, durante los siete años que vivió junto al religioso -y su gran biblioteca- en esta ciudad tras el fallecimiento de su padre, asumiéndola a cabalidad al proseguir sus estudios y su vida en la capital.
Así lo confirmó al responder hasta qué punto sus poemas tenían relación con sus raíces artísticas angelinas, en una entrevista concedida a Juan Villegas para la Revista Chilena de Literatura en 1978, cuando ya había legalizado su cambio de nombre a Miguel Arteche y llevaba más de diez libros publicados.
“De allí vienen, sin duda”, contestó, “de la lluvia que cae en Los Ángeles. En Los Ángeles llueve mil o mil 200 milímetros al año. En cambio, en Santiago, alrededor de 360. Como promedios. La imagen de la lluvia me ha rodeado permanentemente, como ha rodeado a otros poetas que vivieron o nacieron en el sur. Es de mi infancia. Siempre me hace falta la lluvia, ver llover”.
“Y cuando en Santiago llueve, salgo al jardín de mi casa, me gusta pasearme bajo la lluvia, recorro mis dominios solitarios, y entro a mi escritorio, sobre cuyo techo de metal golpea con cólera. Y entonces es cuando mejor escribo”, agregó en su autobiografía.
De ello había dado una muestra categórica a través de una de sus piezas líricas más logradas y conocidas, “El agua”, contenida en “Destierros y tinieblas” (Editorial Zig-Zag. 1963), que comienza de manera súbita: “A medianoche desperté. / Toda la casa navegaba. / Era la lluvia con la lluvia / de la postrera madrugada”, y culmina luego de un imaginario viaje interior con final incierto: “A medianoche me busqué / mientras la casa navegaba. / Y sobre el mundo no se oyó / sino caer el agua”.
Él mismo ratificó la preponderancia de su natural fuente de inspiración al hablar con Villegas acerca de la génesis de este poema. “Yo vivía en el barrio Vitacura”, rememoró Arteche, acotando que era “una noche de lluvia. De lluvia muy fuerte. Desperté. No a medianoche exactamente, pero sí con una sensación de que me encontraba al rito de la medianoche. A mano derecha, la ventana de nuestro dormitorio. Mi mujer dormía a mi lado. Me levanté como sonámbulo o en eso que llaman duermevela”.
“Abrí la ventana”, añadió, “la lluvia caía con fuerza. Y en ese momento vi, sentí la sensación de que me encontraba en un barco y que ese barco navegaba en el espacio. Fui, entonces, al escritorio, semidormido, y allí escribí el poema de un tirón. Quité, más tarde, muy poco: casi nada. Fue una experiencia muy extraña. Y tú verás que, además, es un poema de una estructura muy simple. Endecasílabos asonantados, salvo dos o tres versos”.
ELEMENTO ESENCIAL
De un modo más general, María Basualto estudió la “Simbología del agua en la poesía de Miguel Arteche”, tesis con que la autora optó al grado de licenciatura en Literatura en la Universidad de Chile, en 1984.
Para esta ex alumna suya, “ya desde la primera infancia el agua rodea al poeta, inunda su conciencia y su subconsciencia, y se instala persistente como materia del verso, desde sus primeras creaciones”.
En efecto, citó algunas estrofas de la opera prima de Arteche, “La invitación al olvido” (Santiago de Chile, 1947): “Como cae la lluvia entre las nubes, / su cuerpo entre las nubes. / Como cae en los cristales / y vive siempre entre los ojos. / Como llueve ese olvido / dejando ya mi boca entre los labios, / como el arpa / vierte en las venas frías su consuelo”.
Pero en testimonios que la tesista recogió de “El niño que fue” (Ediciones Nueva Universidad. Universidad Católica de Chile. 1975) quedó plasmada con mayor precisión aun la relación entre el vate y la humedad reinante en Los Ángeles.
En uno de ésos, Arteche narró que “la calle Lautaro, a cuyo costado se extiende la iglesia y la casa parroquial, brilla bajo el agua (…) El niño escucha los sonidos del casco del caballo que se acerca al Correo; vienen las cartas, mañana y tarde; el hombre se baja, levanta el saco; la lluvia lo empapa. El niño mira desde el segundo piso los techos de la intendencia, y pronto llega el viento. La tía -hermana del sacerdote- saca algunos lavatorios para que en ellos caigan las gotas; la casa comienza a ser agujereada por el aguacero”.
A ese menor, contó el poeta, “le gustan los días nublados y fríos, y las nubes que, poco a poco, comienzan a ennegrecerse, a descender silenciosas sobre Los Ángeles, la brisa tibia que se levanta, los árboles que cabecean, el jardín de las hortensias, el limonero, los ciruelos, la palmera, que se empapan con la lluvia. La lluvia se cuela sobre esos libros que están en su memoria. Se mojan Ulises, y el planeta Mongo, y Roldán, y Quintín, y el Infierno, y las bestias del Apocalipsis, y el Superhombre, y el ingeniero Penkroff, y Tarzán de los monos, y los marcianos de Wells”.
A partir de los fragmentos recopilados, la encargada del estudio determinó que, de acuerdo a la visión de Arteche, el agua es tan esencial que hace girar el mundo, y “hace renacer y fluir el tiempo, ‘todo se pone en movimiento: el pulso del niño se mueve rítmicamente (…)’, es decir, el agua se hace ritmo y reloj que va marcando la vida del niño desde su origen, y el poeta reconoce provenir del agua y renacer en ella, reminiscencias que manifiestan la profunda afinidad con el agua que Miguel Arteche arrastra de su niñez”.
Según la entonces aspirante a licenciada, quien amplió su tesis en 1996, en última instancia “el agua pasa como los días, llevándonos lejos y finalmente a la muerte, donde nos disuelve lo más completamente posible, haciéndonos morir del todo”.
Hacia allá, reafirmó, apuntaron poemas de Arteche en distintas etapas de su labor creativa e incluso hasta “Fénix de Madrugada” (Ediciones Rumbos. 1994), donde el hablante de “El umbral” se halla situado a las puertas de la muerte: “Mis ojos son más ojos en la tierra / que piso ahora hacia el final del mundo. / ¡Y de pronto no estás! Siento tus pasos, / siento el rumor del agua entre dos ríos. / Me alzas sobre tu copa y me sostienes / como una nube dormida en la mano. // Y estás de pronto aquí: tú abres el agua”.
Ante ese umbral se encontraría en carne propia el 22 de julio de 2012, traspasándolo de madrugada en la capital de nuestro país.
HOMENAJE
Un sentido reconocimiento póstumo brindó el Centro de Ex alumnos del Liceo Superior de Hombres de Los Angeles tanto a Miguel Arteche como a Alfonso Calderón, quienes realizaron parte de sus estudios secundarios en este plantel.
El acto, efectuado en la sede de la Universidad Santo Tomás a fines de agosto de 2012, contempló la entrega de la medalla al mérito para ambos escritores y premios nacionales de Literatura 1996 y 1998, respectivamente.
A nombre del primero, recibió la distinción Andrea Arteche, la mayor de sus hijas, quien agradeció las muestras de afecto y honra hacia el poeta, fallecido a los 86 años, destacando que Los Ángeles fue muy importante para él “porque fue el inicio de su aprendizaje y su ingreso a la poesía a través de mi tío abuelo, o sea, fue el comienzo de todo lo que hizo”.